martes, 10 de agosto de 2021

De Presencia a zozobra

(La primera vez que me sentí perdida)

Estaba en la formación, lista para avanzar hacía el salón, la maestra Paty se me acerco y me dijo que lo sentía mucho.

Mi abuelo partió un día después de cinco años fatídicos de cuidados, mi mamá y mis tías dejaron medía alma cuidándolo y los hombres aportaban económicamente o con su ausencia.

Mamá caminaba con carriola, Aaron en ella, mochila de Daniela en hombros y bolsas de mandado camino con mi abuelo.

Tenían que cambiarlo, asearlo, darle de comer. Dejo de ser el hombre duro y se convirtió en un niño.

Probablemente es como la llegada de sol, brilla con reservas en sus primeros halos, a lo largo del día va tomando fuerza, para finalmente ahogarse en lo rojo del horizonte y culminar en tímidos resplandores de un amarillo pálido, azulado.

Así bien, creo que ver el ocaso de quien te dio la vida y verlo ser parte del tiempo es una experiencia complicada.

Mamá vació sus atenciones cada lunes y viernes en él. Muchas veces se le buscaba puesto que mis tías no sabían cómo hacer ciertas cosas, mamá siempre ha tenido un don de ayudar y que al final considero que es un tanto una maldición puesto que dejas una parte tuya ahí.

Así que cuando Enrique partió a otro sitio mi mamá se perdió en alguna parte. Es como en los libros de Haruki Murakami, donde habla del mundo de aquí y del de allá, y en ambos tenemos un homónimo.

Probablemente mamá se fue de vacaciones a allá y yo me quede aquí.

Dejo de maquillarse, se cortó el cabello, dejo de tener su estilo de vestimenta, dejo de importarle si su sala estaba ordenada, si la comida estaba a tiempo y si Daniela hacía o no la tarea, si cumplía, si estudiaba.

Después de años de tener su aliento en mi nuca a cada instante, después de la perfección, de los constantes dieces, de las boletas pulcras, de sus constantes reprimendas, su ausencia fue desconcierto, fue intentarlo a solas, fue aprender a resolverlo, fue un camino sin mapa.

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